A este punto de vista polémico se contrapuso a fines del s. XIX, sobre todo por parte de los estudiosos católicos, una interpretación apologética, que acentuaba la vitalidad de la Iglesia aun antes de la aparición de Lutero, y veía en el movimiento de renovación de los siglos XVI y XVII la prosecución y el coronamiento de las tentativas de reforma de fines de la edad media. De ahí que el concepto de co. pareciera inadecuado, y se prefiriera el de r. c., que fue adoptado en 1880 por el erudito Maurenbrecher*. Según el historiador de los papas, la r. c. debía considerarse como un movimiento original y autónomo, que el protestantismo sólo pudo acelerar, pero no determinar, pues se habría afirmado y desarrollado sin necesidad de reaccionar contra la escisión religiosa. Para la obra de represión antiprotestante y de reconquista de lo perdido, se adoptó el término de restauración católica, rechazando el de contrarreforma.
Mas r. c. y co. no deben considerarse como dos realidades distintas, pues en la creación conjunta del desarrollo histórico aparecen estrechamente entrelazadas. Para Jedin* la renovación del catolicismo en los siglos XVI y XVII es resultante de dos componentes: la corriente reformadora, que brota de abajo, conquista al papado e influye sobre el concilio de Trento, el cual da forma legal a la nueva vida de la Iglesia; y la lucha contra el protestantismo, representada no sólo por la inquisición y el apoyo del brazo secular, sino también por la controversia teológica y por la acción de los jesuitas y capuchinos. Jedin designa el primer componente con el nombre de r. c., y el segundo con el de contrarreforma.
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